En el corazón de la selva peruana, hablar de desarrollo hoy es también hablar de palma aceitera. En regiones como Ucayali, donde antes prosperaban cultivos ilícitos como la hoja de coca o se practicaba la tala indiscriminada, ahora crecen extensas plantaciones de palma que pueden superar los 15 metros de altura. Estas zonas, antes olvidadas por el Estado, comienzan a transformarse en microecosistemas productivos que abren paso a nuevas formas de economía local y sostenibilidad para comunidades nativas que buscan integrarse de forma activa al mercado formal.
Ucayali, con más de 10 millones de hectáreas de selva y una enorme diversidad biológica, ha vivido un proceso de cambio. Años atrás, esta región fue epicentro de la deforestación provocada por la expansión descontrolada de la frontera agrícola y el narcotráfico. Según el Gobierno Regional, los cultivos ilícitos fueron responsables de buena parte de la pérdida de bosque, afectando gravemente los corredores ecológicos. Hoy, buena parte de esas tierras están siendo recuperadas con la siembra de palma aceitera, un cultivo que —pese a sus detractores— representa para muchas comunidades una alternativa viable y permanente frente a la pobreza y el abandono estatal.
Durante una visita a la comunidad nativa Shambo Porvenir, en pleno desborde del río Aguaytía, la escena era clara: todos los cultivos tradicionales habían sido arrasados por las lluvias, excepto la palma. Esta planta ha demostrado una notable capacidad de adaptación a las condiciones extremas del trópico, gracias a su sistema radicular fibroso que permite drenar el exceso de agua y mantener su estabilidad. Para las familias de la comunidad, representa una fuente de ingreso constante. “Con la palma, cada quince días cosechamos. El arroz o el maíz es solo una vez al año”, explica Bruno Tangoa, líder local.
Las cosechas de palma se trasladan al centro de acopio instalado por la empresa Ocho Sur en el poblado de Amaquella, donde los productores saben desde el inicio que recibirán 188 dólares por tonelada. Además de facilitar la comercialización, la empresa ha establecido acuerdos de conservación con comunidades como Shambo Porvenir y Santa Clara de Uchunya para proteger más de 2,000 hectáreas de bosque primario durante los próximos 25 años. Estos convenios promueven actividades sostenibles, incentivan el monitoreo forestal y evitan la expansión ilegal de la frontera agrícola. “Estamos marcando un nuevo modelo que protege el bosque y mejora vidas”, destaca Michael Spoor, CEO de Ocho Sur.
Desde Lima, muchas ONG ambientalistas insisten en que las comunidades amazónicas deberían apostar por el café, la papaya o el maíz. Pero para quienes viven en carne propia las inundaciones, la falta de caminos y el olvido institucional, la palma aceitera no es solo un cultivo, sino una oportunidad concreta. ¿Vale más una teoría ambientalista sostenida desde un escritorio que una realidad productiva que busca ser sostenible y digna para los pueblos de la Amazonía?